Hoy (1 junio del 2018) se recuerda el 372 aniversario del nacimiento de Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716). Este hombre cristiano fue el fundador de la filosofía alemana y la inteligencia más completa de cuantas iluminaron su siglo. Prácticamente no hubo terreno de ciencia que le fuera ajeno, pues incursionó en las matemáticas, la física, la geología, la astronomía, la filosofía, la jurisprudencia, la historia, la lingüística, la teología y, lo que resulta aún más admirable, hizo aportaciones valiosas en cada una de estas disciplinas.

Su padre fue profesor de filosofía moral en la Universidad de Leipzig, y cuando murió le dejó como herencia una biblioteca considerable que hizo las veces de su primera escuela. Como autodidacta, Leibniz aprendió el griego y el latin, cuyo conocimiento le permitiría adentrarse en el mundo de la cultura clásica. Estudio en la universidad de su padre donde descubrió las ideas de Bacon, Galileo, Hobbes, Cardano, Gassendi y Descartes. Cuando quiso doctorarse fue rechazado, no por motivos académicos sino por causa de su corta edad por lo que trasladó a Baviera donde reconocieron su talento y obtuvo su doctorado en Derecho.

En Paris conocio a Etienne Perier, sobrino de Pascal, quien le mostró los trabajos inéditos de su tío. Visitó también al filósofo Malebranche y trabó amistad con Tschirnhaus, discípulo de Spinoza. En la persona de Leibniz confluyen pues, todos los intereses vivos de la filosofía del momento. Incluso Denis Diderot, el filósofo deísta francés del siglo XVIII, cuyas opiniones no podrían estar en mayor oposición a las de Leibniz, no podía evitar sentirse sobrecogido ante sus logros, y escribió en la Encyclopédie: «Quizás nunca haya un hombre que haya leído tanto, estudiado tanto, meditado más y escrito más que Leibniz… Lo que ha elaborado sobre el mundo, sobre Dios, la naturaleza y el alma es de la más sublime elocuencia. Si sus ideas hubiesen sido expresadas con el olfato de Platón, el filósofo de Leipzig no cedería en nada al filósofo de Atenas».

En muy poco tiempo Leibniz realizó grandes avances. En Londres pudo ver los papeles de Isaac Newton y de regreso en Alemania fue nombrado bibliotecario e historiador de la corte al servicio de la casa de Hannover y Brunswick. Mantuvo extensa correspondencias con los principales pensadores de su época y promovió activamente la cooperación científica. Leibniz también introdujo en la filosofía un principio fundamental que es el principio de la “razón suficiente”, por el cual nada es sin que haya una razón para que sea ; es decir, todo ocurre porque hay una razón para que ocurra de esta manera y no de otra. Este es la convicción que está en la base de sus Ensayos de teodicea (1710), donde afirma que este es el mejor de los mundos posibles.

Leibniz es el precursor de la dialéctica de Hegel, el cual trata de salvar la historia del pensamiento, y la historia en general, en un proceso universal de acción, reacción y síntesis, esto gracias a las aportaciones de la filosofía y visión integradora de Leibniz. Se dice que hoy Leibniz aparece en la historia del pensamiento como “el último genio universal”, como una de las mente más poderosas de todos los tiempos, equiparable a Aristóteles por su altura y por los portentosos conocimientos que tuvo. Conocía muy bien a los antiguos y a los escolásticos medievales, a la vez que toda la ciencia del Renacimiento, inmerso en la problemática racionalista de su tiempo y abriendo nuevas vías. Poseía un conocimiento tan amplio y universal de la teología que en sus páginas asoman con frecuencia nombres de teólogos españoles. Entre sus argumentos demostrativos a favor de la existencia de Dios se encuentran el argumento de los existentes, el argumento de los posibles, el argumento ontológico y el argumento de la armonía preestablecida. Resumiendo estos cuatro argumentos, y superándolas en inmediatez, Leibniz halla en Jesucristo la revelación final más completa de la existencia de Dios (Tomado del libro “Introducción a la Filosofía” de Alfonso Ropero).

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